Cuando apareció la convocatoria para el salón ESSO, con un cuantioso premio y la promesa a los ganadores de integrarlos al Salón Interamericano en Washington, Lilia Carrillo no dudó en participar. Sin embargo, como ganadora, se vio involucrada en una polémica que llegó a la agresión física y verbal cuando los pintores figurativos, evidentemente relegados, protestaron por la decisión del jurado, del que formaba parte Rufino Tamayo. Un año después, en 1966, Lilia participa en la muestra Confrontación, organizada por el Palacio de Bellas Artes, donde ocurre un nuevo enfrentamiento.
En 1967 la madre de Lilia, aquejada por el cáncer, aprovecha que sus nietos están en casa de Rosario Castellanos (entonces todavía esposa de Ricardo Guerra) para quitarse la vida. Lilia se refugió en su tradicional silencio y siguió pintando y exponiendo. Para 1969 finalmente empiezan a surgir coleccionistas interesados y alabanzas de la crítica, pero entonces un aneurisma en la médula espinal la obliga a abandonar parcialmente la pintura y a usar silla de ruedas. No obstante, la galería Juan Martín siguió exponiendo los cuadros que elaboraba apoyada en un bastidor móvil.
Lilia Carrillo tenía 43 años de edad cuando murió el 6 de junio de 1974. Antes de morir dejó un lienzo inconcluso, al reverso del cual Felguérez escribió: "por primera vez en el proceso de un cuadro, Lilia dijo: este cuadro será para la casa". Ese mismo año se le rindió homenaje póstumo en la Sala Nacional del Palacio de Bellas Artes.
La obra de Lilia Carrillo aún no es plenamente comprendida pues para esto hay que aportar nuestra subjetividad y de ser posible relacionarse con los discursos estético, psicológico y filosóficos de su tiempo. Desde una óptica feminista, un ensayo de Gloria Hernández Jiménez destaca que hay en Lilia un lenguaje (el pictórico) que alude a otro lenguaje (el oral). Hernández sostiene que Lilia se opone a la lógica de la narración lineal, discurso dominante y por ende paterno, para de esta manera concretar, en términos metafóricos, lo femenino.
Y así como en la poesía nuestra relación subjetiva con la realidad se convierte en metáfora, en la libertad de la pintura abstracta hay una visión subjetiva de lo real que funciona en sentido metafórico. La palabra, forma imperante de conocimiento del mundo, es tan "homogénea, excluyente y tramposa" como lo masculino, continúa Gloria Hernández. Pero el lenguaje pictórico -afirma- es el propio sujeto femenino, su experiencia concreta y sus deseos de autoconsciencia. Por eso, después de analizar tres cuadros de Lilia que refieren específicamente a la palabra, concluye que la artista desarticula tanto el discurso pictórico como el lenguaje lineal paterno para decir el mundo, no "según la herida del padre: palabras y cosas", sino para transmitir un "mundo singular: texturas y colores".