lunes, 21 de enero de 2008

Pensamiento complejo


El pensamiento complejo, la propuesta de organización del saber occidental creada por Edgar Morin, ha generado en sus seguidores un perverso sentimiento: el de ser dueños de las técnicas del pensar, el de poseer el conocimiento, la suma de toda la ciencia. Desgraciadamente, el Método de Morin se ha convertido en campo de snobismos, en refugio de intelectuales insufribles que necesitan divulgar su nueva retórica para que todos sepan que saben.



Lástima…! Cualquier postestructuralista les diría que sólo pueden llegar a conocer lo que el sistema de su lengua les permite, y que incluso dentro de su lengua les falta dominar –he aquí un gran proyecto para los ‘pensadores complejos’- la poesía. Cualquier marxista orgánico (es cierto que ya no hay muchos) les diría que falta acción, mucha acción transformadora, y que de Freire a Morin se quedan con Freire.



En fin, lo que yo admiro de Edgar Morin es su Política de civilización, lúcida reflexión acerca de la vida contemporánea, posible sólo desde la perspectiva de un francés muy francés. En Francia, pese al indudable avance técnico del capitalismo, se prefiere aún el bien-vivir al bien-estar. El más grande desafío contemporáneo es precisamente que conforme se eleva el bienestar (comida rápida y fácil, automóviles, diversión) crece el malestar –contaminación, subdesarrollo intelectual, afectivo y moral- y se reduce el bienvivir.


“Todos los problemas humanos tienen hoy una dimensión política”, escribe Morin, y adelanta que una política de civilización implica la solidaridad con los desposeídos que atrapados en la vida prosaica no tienen tiempo ni recursos para vivir una vida poética. Un programa político civilizado se plantearía en primer término eliminar las causas públicas de malestar –la guerra o el hambre, por ejemplo- en vez de favorecer lo que entiende como bienestar.



El modelo de ‘progreso’ que tanto defienden nuestros políticos, su concepción tan gringa de la vida, nunca comprendió que la comunión con los otros, la fiesta, la danza, el canto, el amor, el gozo de los ritos que ocupaban la vida de los antiguos mexicanos existían porque, en una tierra rica en dones, habían trascendido el estado prosaico, el del trabajo que da para comer, y no ambicionaban para nada el concepto de bien-estar basado en acumular bienes y en transformar su vida a costa de la explotación de los otros.


El progreso sin civilización solo sirve a las conciencias voraces del capitalismo, esas que necesitan incrementar la necesaria vida prosaica para asegurar su propio bienestar. Una política de civilización, dice Morin, implica acabar con la hiper-prosa (modernización, tecnologización, neoliberalismo) y crear “una contra ofensiva poderosa de poesía que provoque el renacimiento de la fraternidad”. Se trata de esa poesía y esa acción que hacen tanta falta a los flamantes seguidores de Morin.

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