
Igual que nuestra querida actriz Angélica Aragón, alguna vez gocé el sabor de un elote cocido en las hornillas de las milpas campesinas. En Nayarit, mis tíos maternos y mi abuela sembraban maíz en pequeñas parcelas y hasta en el patio de la casa. De allí comíamos elotes, ejotes y calabaza. De allí venían las tortillas, los tamales, el chile y el frijol. Las gallinas se pasaban el día escarbando mientras piaban detrás de ellas decenas de pollos. A veces había hongos y huitlacoche. Y de allí se cortaba la hierbabuena, el albahaca, el orégano y las yerbas medicinales. Todos eran pobres pero todos tenían qué comer. En las historias orales que se contaban en torno a los naranjos, los cafetos y los guayabos, había una sabiduría de siglos, ancestral, rudamente mestiza y nacionalista.

Cuando mi padre nos llevó por primera vez a Sinaloa, me topé con un mundo distinto: grandes terrenos dedicados a un solo cultivo, avionetas rociando olores insoportables sobre los sembradíos, tractores rompiendo la tierra y costosos fertilizantes. Semanas después, al pasar las trilladoras, inmensos páramos y desolación: una hierba escasa brotando aquí y allá con las lluvias en la tierra deslavada, prematuramente agotada y sometida a plagas cada vez más resistentes. Yo era un niño, pero advertí que mientras algunos lujosos automóviles visitaban a veces los terrenos, miles de jornaleros volvían al Sur o seguían un camino cada vez más al Norte porque en esos campos la pobreza tenía un rostro diferente: el del hambre.

Trabajadores "libres" -así los nombra el mercado- que alguna vez fueron campesinos buscaban un trabajo que los librara de la muerte, una moneda que les permitiera comprar la anhelada tortilla, el chile y el frijol. En el México de la “Revolución Verde” ahora escaseaba el maíz y las tierras hambrientas de fertilizante resultaban caras de cultivar. Y cada vez los mexicanos comíamos más maíz y frijol importado.
Lo peor de todo es que la devastación de la diversidad biológica, la ruptura del equilibrio ecológico y económico, no habían terminado. Rumores de experimentos científicos que parecían de ciencia ficción, en los que se cruzaba una semilla con una bacteria para hacerla más resistente a cierta plaga, empezaron a rondar. No me di cuenta, pero a mi vocabulario se incorporaron al mismo tiempo dos nuevas palabras: transgénicos e inmunodeficiencia.

Cuando mi padre nos llevó por primera vez a Sinaloa, me topé con un mundo distinto: grandes terrenos dedicados a un solo cultivo, avionetas rociando olores insoportables sobre los sembradíos, tractores rompiendo la tierra y costosos fertilizantes. Semanas después, al pasar las trilladoras, inmensos páramos y desolación: una hierba escasa brotando aquí y allá con las lluvias en la tierra deslavada, prematuramente agotada y sometida a plagas cada vez más resistentes. Yo era un niño, pero advertí que mientras algunos lujosos automóviles visitaban a veces los terrenos, miles de jornaleros volvían al Sur o seguían un camino cada vez más al Norte porque en esos campos la pobreza tenía un rostro diferente: el del hambre.

Trabajadores "libres" -así los nombra el mercado- que alguna vez fueron campesinos buscaban un trabajo que los librara de la muerte, una moneda que les permitiera comprar la anhelada tortilla, el chile y el frijol. En el México de la “Revolución Verde” ahora escaseaba el maíz y las tierras hambrientas de fertilizante resultaban caras de cultivar. Y cada vez los mexicanos comíamos más maíz y frijol importado.
Lo peor de todo es que la devastación de la diversidad biológica, la ruptura del equilibrio ecológico y económico, no habían terminado. Rumores de experimentos científicos que parecían de ciencia ficción, en los que se cruzaba una semilla con una bacteria para hacerla más resistente a cierta plaga, empezaron a rondar. No me di cuenta, pero a mi vocabulario se incorporaron al mismo tiempo dos nuevas palabras: transgénicos e inmunodeficiencia.
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