sábado, 8 de septiembre de 2007

Sin maíz no hay país (I)


Igual que nuestra querida actriz Angélica Aragón, alguna vez gocé el sabor de un elote cocido en las hornillas de las milpas campesinas. En Nayarit, mis tíos maternos y mi abuela sembraban maíz en pequeñas parcelas y hasta en el patio de la casa. De allí comíamos elotes, ejotes y calabaza. De allí venían las tortillas, los tamales, el chile y el frijol. Las gallinas se pasaban el día escarbando mientras piaban detrás de ellas decenas de pollos. A veces había hongos y huitlacoche. Y de allí se cortaba la hierbabuena, el albahaca, el orégano y las yerbas medicinales. Todos eran pobres pero todos tenían qué comer. En las historias orales que se contaban en torno a los naranjos, los cafetos y los guayabos, había una sabiduría de siglos, ancestral, rudamente mestiza y nacionalista.


Cuando mi padre nos llevó por primera vez a Sinaloa, me topé con un mundo distinto: grandes terrenos dedicados a un solo cultivo, avionetas rociando olores insoportables sobre los sembradíos, tractores rompiendo la tierra y costosos fertilizantes. Semanas después, al pasar las trilladoras, inmensos páramos y desolación: una hierba escasa brotando aquí y allá con las lluvias en la tierra deslavada, prematuramente agotada y sometida a plagas cada vez más resistentes. Yo era un niño, pero advertí que mientras algunos lujosos automóviles visitaban a veces los terrenos, miles de jornaleros volvían al Sur o seguían un camino cada vez más al Norte porque en esos campos la pobreza tenía un rostro diferente: el del hambre.


Trabajadores "libres" -así los nombra el mercado- que alguna vez fueron campesinos buscaban un trabajo que los librara de la muerte, una moneda que les permitiera comprar la anhelada tortilla, el chile y el frijol. En el México de la “Revolución Verde” ahora escaseaba el maíz y las tierras hambrientas de fertilizante resultaban caras de cultivar. Y cada vez los mexicanos comíamos más maíz y frijol importado.

Lo peor de todo es que la devastación de la diversidad biológica, la ruptura del equilibrio ecológico y económico, no habían terminado. Rumores de experimentos científicos que parecían de ciencia ficción, en los que se cruzaba una semilla con una bacteria para hacerla más resistente a cierta plaga, empezaron a rondar. No me di cuenta, pero a mi vocabulario se incorporaron al mismo tiempo dos nuevas palabras: transgénicos e inmunodeficiencia.

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